“Amor a las víctimas, desprecio por los asesinos”. Artículo de opinión.

Artículo de opinión publicado en Diario de Navarra el 11 de mayo de 2018.

Me sorprende que el anuncio de la disolución de ETA provoque en mí tanta indiferencia. Si lo hubiesen dicho en los ochenta o en los noventa habría sido la mejor noticia, lo que todos ansiábamos escuchar, pero ahora… Ahora a nadie le importa lo que hagan.

“Sin pistolas no sois nada”, les gritábamos en las manifestaciones, y qué razón teníamos. Se demuestra ahora, cuando llevan años sin matar y la sociedad les ignora. Por eso tienen que montar este teatro, esta farsa, esta parodia de me voy pero me quedo, entrego las armas pero no todas, pido perdón pero solo a algunos… Quieren recuperar protagonismo, pero ya nadie pierde el tiempo escuchando sus delirios.

No se van. Hace mucho que los echamos fuera de nuestras vidas.
No se retiran. Nosotros los derrotamos. Nos costó mucho dolor, pero al final lo conseguimos.

Estos días me he acordado de aquel niño que iba conmigo en el autobús del colegio, a cuyo abuelo asesinaron en la Vuelta del Castillo en vísperas de Navidad. De los padres de otro amigo muy cercano a quienes mandaron cartas pidiendo el mal llamado impuesto revolucionario. De Irene Villa y las lecciones de dignidad que sigue dando. De Miguel Ángel Blanco. De la pedrada que le pegaron a Héctor, que estaba a mi lado en una concentración en la que exigíamos en silencio la libertad de José Mª Aldaya. De la bomba en Hipercor. De la cara demacrada de Ortega Lara saliendo del coche después de pasar 532 días secuestrado en un zulo minúsculo. De José Javier Múgica, al que pusieron una bomba en Leiza en plenos sanfermines. De Tomás Caballero. De Gregorio Ordóñez y de cómo me sorprendió que en La Cepa, el bar de San Sebastián en el que le arrancaron la vida de un balazo, no hubiese ni una triste placa que le recordase. De las casas cuartel de Vic y Zaragoza. De la Plaza República Argentina. De Isaías Carrasco. De Francisco Casanova. De la bomba que pusieron en la Universidad en la que yo estudié. De Ernest Lluch. De Yoyes. De aquel concejal que mataron en Zaragoza cuando iba al fútbol con su hijo y de aquel otro que asesinaron a tiros en Andalucía (también dispararon a su mujer, que murió con él). De Tomás y Valiente. De José Luis López de Lacalle. De Joseba Pagazaurtundua. De Fabio, el niño de dos años al que le explotó la bomba que habían puesto en el coche de su padre. De José Luis Caso. De Manuel Zamarreño. De José Ignacio Iruretagoyena. De Juan Carlos Beiro y de los centenares de nombres que se quedaron grabados en nuestra memoria. Les debemos tanto a todos ellos… Son el altísimo precio que tuvimos que pagar para seguir siendo una sociedad libre.

Pero sobre todo me he acordado de Godo, un niño que estudiaba en mi colegio. Era un poco mayor que yo, pero en el patio de Jesuitas nos conocíamos todos, aunque solo fuese de vista. Un día, cuando volvía a casa después de clase, lo mataron. Estaba llamando al telefonillo de su casa, en la Bajada de Javier. En un principio se dijo que había pegado una patada a una bolsa que llevaba una bomba y la había hecho estallar (nuestras madres nos repetían a diario que nunca pegásemos patadas a las bolsas en la calle, así era Pamplona en los ochenta). Pero luego se supo que no fue algo fortuito: una terrorista accionó conscientemente la bomba cuando iba a pasar un policía, sin importarle que un niño estuviese justo al lado. Su padre nunca lo superó y su madre, que sigue viviendo allí, tiene que ver todos los días, cada vez que sale de casa, cada vez que mira por la ventana, el lugar por donde se esparcieron los restos desmembrados de su hijo. Recuerdo a don Adolfo escribiendo su nombre en la pizarra y recuerdo el funeral del día siguiente, con todos los niños en el patio mirándonos con extrañeza porque no entendíamos nada. Treinta años después seguimos sin comprender nada, porque no hay ninguna razón, ninguna causa, ningún pretexto, ninguna ideología, nada, absolutamente nada, que justifique ni remotamente las barbaridades que nos han hecho.

La vida avanza veloz. Me parece mentira, pero ahora son mis hijos los que corren por ese patio en el que nosotros despedimos a Godo y nos estremecimos con cada uno de sus crímenes. A veces, cuando salen de clase y se quedan a jugar con sus amigos, yo les miro y me alegro profundamente de que no sepan nada del horror que ETA trajo a nuestras vidas. Supongo que algún día se toparán con sus siglas siniestras en algún libro de historia y les parecerá tan increíble que vendrán a preguntarme si todo aquello es cierto, si verdaderamente cometieron todas esas atrocidades. Entones tendré que hablarles de los asesinatos, los secuestros, las amenazas, los chantajes… De todo el odio que sembraron en nuestra sociedad y que, afortunadamente, no dejamos que creciese. De que tuvimos que sufrir mucho, demasiado, pero al final los derrotamos. De que tenemos una deuda perpetua con los que se dejaron la vida defendiendo la Libertad (la suya, la nuestra, la de todos). Y de que siempre, siempre, siempre, deberemos dar todo nuestro amor a las víctimas y todo nuestro desprecio a los asesinos.

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